

Este fenómeno, que trasciende la mera retórica, se ha convertido en una característica definitoria de su gestión y comunicación, especialmente evidente en episodios recientes como el cruce con Ricardo Darín por el "empanada-gate" o la represión policial en manifestaciones, como el caso de la niña de 10 años gaseada en septiembre de 2024.
Milei no solo tolera la confrontación, sino que la busca activamente. Su respuesta a las críticas de Darín, un ícono cultural argentino, ilustra este patrón. En lugar de debatir con argumentos, el presidente optó por compartir memes burlones en Instagram, como uno que apodaba al actor “El Empanauta” o mostraba una empanada de oro, ridiculizando su comentario sobre el costo de vida. Este tipo de reacción, respaldada por su ministro de Economía, Luis Caputo, quien tildó a Darín de decir “una estupidez”, no busca el diálogo, sino la humillación del adversario. La descalificación personal, el sarcasmo y el uso de las redes sociales para amplificar el ataque son tácticas recurrentes que refuerzan la idea de que Milei necesita un enemigo para sostener su narrativa.
Este antagonismo no se limita al ámbito cultural. En el caso de la represión policial durante la protesta de jubilados el 11 de septiembre de 2024, donde el efectivo Cristian Rivaldi gaseó a una niña de 10 años, Fabrizia Pegoraro, y a su madre, el gobierno no asumió responsabilidad ni moderó su postura. En cambio, desde el Ministerio de Seguridad se intentó justificar la acción, culpando a los manifestantes por “provocar” la respuesta policial. Esta actitud refleja una estrategia más amplia: en lugar de desescalar conflictos, Milei y su entorno los enmarcan como una batalla entre “nosotros” (los defensores de la “libertad”) y “ellos” (los kirchneristas, los “zurdos” o cualquiera que critique su gestión).
El antagonismo de Milei tiene raíces en su formación como polemista y en su discurso libertario, que divide al mundo en términos maniqueos: los que están con él y los que representan el “colectivismo” o el “casta”. Esta polarización le permite canalizar su agresividad hacia un enemigo externo, ya sea un actor, un jubilado en una marcha o incluso instituciones como el INCAA, que enfrentó recortes drásticos en 2024, generando críticas de figuras como Darín, a las que Milei respondió con acusaciones de “parásitos” o “privilegiados”. En cada caso, el presidente no solo defiende sus políticas, sino que ataca personalmente a sus detractores, convirtiendo cualquier disidencia en un enfrentamiento público.
Sin embargo, esta estrategia no es solo una cuestión de temperamento. El antagonismo le proporciona a Milei una base de apoyo fiel en redes sociales, donde sus seguidores celebran cada enfrentamiento como una victoria contra la “casta” o los “progres”. Las publicaciones en X, que suelen viralizarse rápidamente, amplifican esta dinámica, con trolls y simpatizantes que refuerzan la narrativa de Milei como un luchador contra un sistema corrupto. Por ejemplo, tras el cruce con Darín, usuarios en X lo acusaron de ser “kirchnerista” o de vivir en una burbuja, mientras que otros defendieron al actor, generando un debate que desvió la atención del tema original: la inflación y el costo de vida, que, según el IPCBA, llevó a las empanadas a un aumento del 240% desde que Milei asumió.
El problema de esta dependencia del antagonismo es que perpetúa un ciclo de confrontación que dificulta la gobernabilidad. Al transformar cada crítica en una batalla personal, Milei aliena a sectores que podrían ser aliados o, al menos, interlocutores válidos. La agresividad, aunque efectiva para mantener movilizada a su base, genera un clima de tensión social que se refleja en incidentes como la represión policial o en la polarización cultural. La falta de autocrítica en casos como el de Fabrizia Pegoraro, donde la Justicia procesó al policía pero el gobierno evadió responsabilidades, refuerza la percepción de un liderazgo que prefiere el enfrentamiento a la resolución.
En conclusión, el estilo de Milei no es solo una reacción visceral, sino una estrategia deliberada que encuentra en el antagonismo un combustible para su narrativa política. Sin embargo, esta dependencia de la agresividad para lidiar con la disidencia plantea preguntas sobre su capacidad para construir consensos en un país que necesita soluciones más allá de la confrontación. Mientras el presidente continúe viendo a quienes piensan diferente como enemigos, el diálogo seguirá siendo un lujo que Argentina no puede permitirse.