

. En este contexto, resulta profundamente desconcertante, y hasta vergonzoso, ver a un presidente que parece más interesado en comportarse como una estrella de rock que en liderar con la seriedad que la situación demanda.El espectáculo de un mandatario que prioriza la atención mediática, los gestos grandilocuentes y las apariciones estridentes por encima de soluciones concretas es una afrenta para un pueblo que espera respuestas. Mientras las familias argentinas luchan por llegar a fin de mes, el presidente parece más preocupado por su imagen, sus frases efectistas y sus shows internacionales que por articular políticas públicas efectivas.
¿Cómo puede alguien que ostenta la máxima responsabilidad del país permitirse actitudes frívolas cuando el hambre, la desigualdad y la incertidumbre golpean a diario a la población?No se trata de negar el carisma o la capacidad de conectar con ciertos sectores. Un líder puede ser disruptivo, carismático, incluso provocador, pero nunca a costa de la empatía y la responsabilidad.
La Argentina de hoy no necesita un rockstar que suba al escenario para cosechar aplausos; necesita un estadista que baje al llano, que escuche, que proponga soluciones reales y que trabaje incansablemente para sacar al país del abismo.La vergüenza no radica solo en el contraste entre la actitud presidencial y la realidad del país, sino en lo que esto representa: una desconexión profunda con las necesidades de la gente. Cada acto de ostentación, cada frase altisonante, cada viaje innecesario es un recordatorio de que las prioridades están invertidas. Mientras el presidente se pavonea, los argentinos enfrentan colas en comedores, cortes de luz, subas de precios y una sensación de abandono que cala hondo.Es hora de que el liderazgo argentino recupere la seriedad, la humildad y el compromiso con el bien común.
La ciudadanía merece un presidente que entienda que gobernar no es un show, sino un servicio. Porque en un país que sufre, un presidente rockstar no es motivo de orgullo, sino de profunda vergüenza.